lunes, 18 de febrero de 2013

EL REGRESO DEL YEDI



Yedi le decían en el barrio Eduardo Menen de la ciudad de La Rioja. Se fue escapando de unos "acreedores" medio complicados que tenía en su ciudad natal, él nunca dijo cual era. Lo cierto es que el Yedi era argentino y que también le decían "boy scout" debido a su estúpida costumbre de decir siempre "listo" como palabra final de cada interlocución. Hombre nocturno, se conocía todos los reductos clandestinos y no tanto, donde se podía conseguir cualquier cosa. Eso lo había catapultado a la fama dentro del popular underground de la zona.
Los de Cementerio y Cárcel,  lo tenían en la mira. El barrio no se llamaba así, en realidad no tenía nombre, esas dos instalaciones estaban cerca, pues ni modo. Los que vivían fuera de esos lugares, tarde o temprano ingresarían a alguno. La vendetta tenía como título "cuestión de mujeres",  lo que no decía  era cual mujer, justamente se trataba de la de uno de los dealers más pesados. Aunque el Yedi ya no andaba con ella, la sentencia de muerte estaba colgando de su cabeza con un hilo extremadamente fino.

Uno de esos días en los que la noche se funde sin mediación alguna con dos o tres más, se despertó de un corto sueño en su casa. Manoteó la botella y le pegó un par de tragos, buscó el retrato del general que estaba tumbado en la mesita de luz y con la bic pasó por encima de la cara ilustre del Primer Trabajador. Arrancaba otro periplo. Acostumbrado a la aceleración espontánea, no se percató de que 120  por segundo era muy veloz para un corazón solitario. Y fue subiendo cada vez más. Quiso escarmentar la taquicardia y se metió un par de tragos como una fórmula mágica que casi siempre le daba resultado. Solo que esta vez no. El Yedi no era hombre de hospitales, decidió cambiar sus costumbres porque ya el mareo no lo dejaba avanzar. Justo cuando iba a agarrar el celular y llamar al Carlos para que lo venga a buscar, se agarró el pecho y cayó encima de la foto de Perón, dando de lleno con la cara en la mesa de luz, rompiendo los cristales a lo que luego le siguió la caída al suelo con la jeta llena de vidrios y sangre. Listo.

El velorio fue humilde pero con mucha gente, entre los cuales estaban sus enemigos que no entraban a la sala a ver al difunto porque allí estaban los camaradas del occiso escoltando el cajón, calzados todos por si las moscas. Como sea, la muerte le había ganado de mano a la vendetta y eso no impidió que estuvieran felices con el resultado. Al fin el Yedi se iba para el cementerio.
Muchas mujeres lo fueron a ver por última vez y todas se miraban de reojo, desafiantes. Su fama no solo era delictiva, también era fálica y por lo que dicen, sabía darle un buen uso a su enorme instrumento. La Brenda ni pisó, temor de que el antiguo novio le diera un par de golpes, como se acostumbra por esos lados con la mujer infiel. No era ninguna tarada, además el Yedi la había rebotado por una pendeja de 17 que conoció en un recital de los Wachiturros, vendiendo. Ahora estaba muerto, bien muerto el maldito, pensaba la Brenda.

Era hora de cerrar el cajón y llevarlo al camposanto. La tensión había crecido poco a poco, mezcla de histeria sexual, dolor y bronca, mucha bronca. Los de Cementerio y Cárcel sacaron los chumbos y empezaron a disparar al cielo. Los del Eduardo Menen sacaron los suyos y apuntaron a los enemigos. La masacre fue como las de Tarantino. Los que no pudieron correr a resguardo quedaron en el piso que era un charco de sangre. El Yedi quedó solo en medio de la sala velatoria, sin la tapa. Una luz que hacía de cenital le iluminaba el rostro cortado por los cristales. Afuera se escuchaban quejidos de dolor de lo que estaban vivos e insultos de variado calibre. Olor a pólvora y sangre. La policía, bien gracias. Jamas pisaba por esas barriadas salvo que las tuviera de ganar o fuera del servicio penitenciario. Caí la tarde y se cortó la luz.

Primero fue una mano, después un brazo y al final el gesto en plena jeta como diciendo, ¿viste que no? Se incorporó en donde estaba y quedó sentado mirando el desastre. Encontró cigarrillos en uno de los bolsillos del saco, salió y comenzó a caminar. Levantó el encendedor de la mano de uno de los muertos, encendió  y chupó el humo. Como si alguien hubiera dicho una frase que necesitara remate, en medio de los gritos de susto, se escuchó: ¡listo!



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